La tecnología se ha convertido en parte inseparable de la vida social, laboral y recreativa de las personas. La comunicación por mensajes de texto, actividades organizadas a través de redes sociales y la posibilidad de seguir los programas favoritos en la pantalla de una computadora ya son parte de la rutina en un alto porcentaje de hogares, al menos en aquellos en los que el nivel de ingresos permite el acceso a estos bienes.
El teletrabajo, una modalidad que se funda en las nuevas tecnologías de la comunicación, constituye una tendencia cada vez más extendida y alentada.
Hasta hace no pocos años, los análisis sobre el uso de estos dispositivos, incluso los estudios puntuales sobre el rol de la telefonía celular en el 11-M de Madrid y las manifestaciones convocadas a través de facebook, estaban centrados en usuarios adultos. Sin embargo, en los últimos años y en sintonía con la evolución exponencial que se registra en el desarrollo y accesibilidad de estos artefactos, los niños y jóvenes aparecen como el nuevo público cuya relación con la tecnología merece ser considerada.
Así, en poco más de un lustro ese grupo etario pasó del locutorio para consulta o uso lúdico a la notebook en la habitación; de la búsqueda de datos en bibliotecas a las tareas encomendadas y resueltas por Internet, y a la creación de grupos de estudio virtuales. El celular, antes propiedad exclusiva de los padres, está en manos -en no pocos casos- de cada miembro de la familia y dejó de ser un mero emisor o receptor de mensajes para sumar herramientas de conectividad.
En los últimos días se conoció la novedad de un estudio realizado en el país entre 1200 jóvenes de 11 a 17 años, que revela que 6 de cada diez adolescentes tiene perfil en una red social, y que en la franja de 15 a 17 años esa cifra trepa al 90 por ciento.
Es una de las conclusiones que volcó la directora del programa Escuela y Medios, del Ministerio de Educación de la Nación a un libro en el que se analiza -entre otros tópicos- cuántas horas pasan los chicos frente a la pantalla -y frente a qué pantalla- y qué cambios culturales revelan estas tendencias.
Más allá de las conclusiones a las que pudo arribar la autora, que traza una interesante radiografía de esta temática, conviene no perder de vista que ninguna herramienta es, en sí, buena o mala: en todo caso, es el uso lo que define su efectividad y conveniencia. En este punto es interesante analizar qué papel han ido asumiendo los adultos frente al acceso de los chicos a la tecnología, qué conocimiento tienen de los recursos con los que estos se manejan y en qué medida se involucran con los contenidos a los que acceden.
También conviene repasar las recomendaciones que se vienen haciendo en materia sanitaria sobre los riesgos que involucra el sedentarismo y su efecto en el aumento de sobrepeso que se registra, en gran medida, en la población infantil y juvenil de los países desarrollados y también en el nuestro.
Más allá de eso, cuestiones como el mejor aprovechamiento posible de una herramienta tan poderosa con fines informativos y sociales, y la contrapartida de riesgos que implican la publicación de datos personales o situaciones de acoso, son aspectos cruciales de una situación que superó hace tiempo la categoría de fenómeno, para convertirse en un modo de vida. Y que, como tal, no puede ser negado, ni admite la prescindencia.
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